El intérprete transparente y otros dogmas de la literatura y la enseñanza musical

By

Hoy me pongo filosófico. Quiero compartir un ensayo que escribí para una asignatura del máster en la UCM que estudié hace unos años. Revisando los documentos, me encontré esto, que creo que puede ser de gran utilidad para cualquier músico que no tiene como pasatiempo leer sobre interpretación musical. No trato aquí de aportar nada nuevo, sino revisar, revisitar, debates e ideas que pueden ayudar a liberar a intérpretes cohibidos donde los haya. Sirva aunque sea como guía de lectura de libros fundamentales sobre la interpretación (revisar bibliografía al final).

1. Introducción

La actualidad musical es más compleja que nunca. La coexistencia de prácticas musicales dispares, la comunicación con otras culturas y, en la medida de lo posible, con otras épocas ha creado un caleidoscopio musical que produce las fusiones menos soñadas y a la vez, por reafirmar identidades, las mayores separaciones. Ante esta multiplicidad, es difícil pensar en una estética común y mucho menos, si se toma en serio esta multiplicidad en un ejercicio de honestidad, en una jerarquía centralizada en una estética. Aun así, en la música clásica parece que sí se impone cierta estética[1], tácita o explícitamente, que parece difícil abandonar, por muchas críticas que haya recibido.

Tanto la literatura sobre interpretación musical como la enseñanza musical en conservatorios insisten en algunos conceptos inevitables. Estos conceptos no se pueden tratar por separado, ya que son partes complementarias de una práctica interpretativa basada en la estética musical imperante. Werktreue (fidelidad a la obra), intenciones del compositor, imperativo Urtext, intérprete transparente, autenticidad, que parecen hablar de lo mismo, son conceptos ampliamente debatidos en el mundo académico, pero que en el día a día de las clases en conservatorios se convierten a veces en dogmas incuestionables, de los que ni siquiera somos conscientes[2], pero que generan y articulan los discursos más habituales.

Como estudiante, tuve que lidiar con estos conceptos siempre desde una negociación moral en la que mi voluntad era perfilada y a veces reprimida por mí mismo y por distintos profesores. «No te creas más listo que el compositor», me exhortaba un renombrado profesor en una clase magistral, por tocar legato una escala de una sonata de Mozart que en la edición con la que trabajaba no tenía una ligadura. Mi profesor del conservatorio también me dijo en una ocasión que «esas notas suenan demasiado a Alexandru Belemuski, pero estás tocando Mozart». Como profesor, me sorprendo haciendo algo parecido con mis alumnos, aunque no utilice las mismas palabras. Acabo invocando el estilo, la época, la articulación, la perspectiva histórica, la fidelidad al texto, incluso implícitamente, aunque me pese, las intenciones del compositor. Soy consciente de que más que la autoridad del texto, del compositor y de la obra en sí, estas ideas funcionan muchas veces como un respaldo para la reafirmación de unas dinámicas de autoridad en el aula[3].

En este ensayo trato estos conceptos de una forma meramente introductoria, pero suficiente para mostrar lo que me parece más importante: que se utilizan como dogmas, de una forma injustificada.

La literatura que trata estos conceptos es muy vasta, por lo que una selección es inevitable. Bruce Haynes propone que estos conceptos son herencia del Romanticismo. The End of Early Music ha servido como guía para relacionarlos y trazar su transformación y su uso en la práctica actual, heredera del Romanticismo. John Butt trata los conceptos de obra, Werktreue y de intenciones del compositor desde una perspectiva crítica, comparando distintas visiones y mostrando su insuficiencia teórica. Lydia Goehr establece una diferencia útil entre obra como concepto original y obra como concepto derivativo, que sirve para delimitar el alcance de la fidelidad a la obra y cuestionar el imperativo conceptual desde el que se trata actualmente la obra en el ámbito de los conciertos. Richard Taruskin y Stanley Boorman cuestionan la identidad entre texto y obra o entre texto e intenciones del compositor. Sobre las intenciones del autor hay un debate abierto hace ya ochenta años en la teoría literaria por William Wimsatt y Monroe Beardsley, quienes mantienen, en la misma línea que Roland Barthes, que la obra deja de pertenecer a su autor después de la creación, reivindicando el papel activo del lector u oyente o intérprete en este caso. La semiología musical, a través de los tres niveles en los que se da la comunicación, descritos por Molino y Nattiez, avala la música como acto comunicativo, con el mismo efecto: tener en cuenta todas las partes que participan en el acto comunicativo. Relacionado con la música como actividad, Christopher Small acuñó el término Musicking, que engloba toda actividad musical, reduciendo así la importancia de la obra como objeto. Desde la filosofía del arte, la amplitud de Musicking tiene una correspondencia en el esencialismo de Arthur Danto, quien amplía el concepto de obra para englobar todas las manifestaciones artísticas. José Bowen relaciona el origen del intérprete transparente con Mendelssohn y la escuela de Leipzig, Berlioz y Wagner. Aunque su origen esté en el Romanticismo, el intérprete transparente ha sufrido una resignificación importante en la estética posterior.

Obra y Werktreue

Es en el siglo XIX cuando se perfila la idea de obra que tenemos hoy, a la par que adquiere importancia la figura del compositor como genio creador y la separación y jerarquización entre compositor e intérprete. Lydia Goehr afirma que antes de 1800 la actividad musical no estaba regulada por el concepto de obra[4]. La autoría, en este contexto, era un concepto secundario. A partir de ese momento y en correspondencia directa con el surgimiento de la figura romántica de genio creador, se empieza a cerrar una obra musical antes más abierta y casi de dominio público, limitando la libertad del intérprete antes manifestada en la compleción de unos esquemas, en la improvisación o en la ornamentación. Goehr acuña el término «intocabilidad» (untouchability) para definir la nueva característica adquirida de la obra cerrada de pertenecer a un autor concreto y cristalizada en una notación cada vez más concreta, que ofrece menos margen para aportaciones sustanciales por parte del intérprete. En correlación con esta nueva estética centralizada en un compositor y una obra concreta se desarrollan los derechos de autor[5]. Acerca de los derechos de autor, John Butt señala, irónicamente, que la originalidad del genio puede tener que ver con estos asuntos mucho más mundanos que con la transcendencia[6]. Goehr hace una distinción entre obra como concepto original -que sería toda obra compuesta con este concepto en mente- y concepto derivativo -toda actividad musical llamada obra posteriormente, sin compartir todas las características de la obra cerrada-[7]. No se trata, sin embargo, de conceptos inmóviles a lo largo de los años. Dentro del concepto original de obra también hay una gran evolución. Un músico de 1810 y otro de 1990, entienden por obra algo distinto, dada la evolución diacrónica de este concepto[8].

Desde otra perspectiva, John Butt reseña algunos intentos de definir ontológicamente la obra que estarían en la base conceptual que justifica, a la vez que cuestiona, la orientación historicista en la interpretación. Es significativa la adscripción de estas definiciones al platonismo y cómo esto sirve como fundamento teórico a la fidelidad a la obra[9]. Al elevar la obra a la categoría de idea platónica, cuyas manifestaciones materiales son siempre defectuosas, Werktreue se corona como práctica ascética que anhela lo inalcanzable. Surgen, sin embargo, controversias al intentar definir qué es la obra y a qué exactamente hay que ser fiel. Son muchos los parámetros que se pueden estudiar, pero sirvan los ejemplos de instrumentación, función y ejecución.

Posturas radicales como la de Malcom Bilson[10] ven la instrumentación como perteneciente a la esencia de la obra, poniéndola explícitamente por encima del intérprete en la interpretación (me imagino que suponiendo al menos cierta preparación, si no excelencia por parte del intérprete) mientras que Peter Kivy, desde el mismo platonismo, ve la instrumentación como contingente, sujeta a la transformación histórica. No queda claro en quién confiar, qué criterio seguir y por qué habría que hacerlo.

En la práctica musical actual, centrada en el ritual de los conciertos, la diferencia entre obra derivativa (funciones múltiples, muchas veces extramusicales) y original (en el que prima la función de articular los conciertos para ser escuchada en silencio y devoción) ha desaparecido por completo (imperialismo conceptual)[11] y solo se puede identificar acudiendo a conocimientos musicológicos. Pero solo una parte del repertorio canonizado ha sido pensada para salas de concierto. Teniendo esto en cuenta, surge una pregunta necesaria: ¿es Werktreue, aplicada a la música tocada en salas de concierto, un concepto útil solo para obras de cierto periodo histórico y pertenecientes a ciertas estéticas derivadas del Romanticismo?

En cuanto a la ejecución, parece ser que en la actualidad todos los intentos de recrear una obra tienen que pasar por el aro de una estética interpretativa formada en el siglo XIX y llevada al extremo en el siglo XXI, en un anacronismo que no parece tener remedio ni interesa reconocer. No es lo común hoy tocar en público unas obras recién leídas, nunca antes escuchadas ni tocadas, como se hacía en el siglo XVIII. Es suficiente con pensar en el número de representaciones de una obra en la actualidad para darse cuenta de las diferencias entre el acto musical actual y el del momento de composición de las obras, cuando lo habitual era una o muy pocas representaciones. La Pasión según San Mateo de Bach, obra fundamental del Barroco canonizado, se escucha cada año, simbólicamente, en salas de todo el mundo occidental, pero Bach la dirigió un total de cinco veces, con alguna modificación cada vez[12]. Esto es sumamente significativo para aclarar el concepto de obra y su cambio radical a lo largo de los años. En cinco representaciones, con versiones ligeramente distintas cada vez, en la que seguramente el público era, si no en su totalidad, en su mayor parte distinto (es decir: que cada persona escuchaba una vez la obra) era inconcebible pensar en una “obra” con el significado actual que incluye la repetibilidad[13]. Si el público juzgaba, no juzgaba lo mismo. No podía plantearse el concepto de fidelidad a una obra que, aunque estaba escrita, era para el público auditivamente efímera, inacabada, abierta. Como mucho podía ser juzgada en función de su pertenencia a un lenguaje musical común, comprensible, pero en ningún caso se juzgaba la representación auditiva de (y su ajuste a) una idea (platónica) previa, que es en lo que se ha convertido hoy[14].

Además, la preparación previa de los músicos para tocar una obra, por profesionales que fueran, no puede compararse con la práctica actual, lo que produce necesariamente diferencias en lo que hoy se conoce como calidad. En mi opinión, la diferencia en la calidad de la ejecución (me refiero a la afinación, la exactitud, la homogeneidad de un grupo instrumental) es un parámetro igual de importante que la diferencia de timbre entre instrumentos actuales u originales o la diferencia en la articulación para medir la supuesta autenticidad y la fidelidad a la obra.

Este sesgo en la selección de parámetros que conforman una obra, su sumisión a los estándares estéticos actuales de calidad de ejecución, se la dejan en el tintero algunos teóricos y músicos que teorizan sobre la verdad estética y la fidelidad a la obra y las utilizan para imponer una cierta manera de tocar. Se hace muy necesario preguntar, como lo hace acertadamente Luca Chiantore al hablar del vocablo esencia, «¿Quién determina qué es “lo más importante” en un determinado fenómeno, un concepto, o en nuestro caso, una obra o un estilo? ¿Qué escala de valores, qué tribunal evaluador? No se me ocurre otra respuesta posible que no remita a un acuerdo social, a un pacto cultural, inevitablemente transitorio»[15].

En What Art Is Arthur Danto, quien se considera a sí mismo esencialista[16], quiere solucionar este problema abriendo el concepto de obra (se refiere a cualquier manifestación artística utilizando laxamente la palabra artwork, es decir, obra de arte) todo lo necesario para que en la definición quepan todas las obras y todos los «tribunales evaluadores» y «escalas de valores». Lo hace reduciendo a dos (en una obra más temprana, The Transfiguration of the Commonplace,eran cinco) las características esenciales de una obra de arte: embodied meaning, es decir, significado incorporado, y wakeful dream, algo así como ensoñación, que se refiere al estado mental que experimentan (y comparten) los consumidores de arte[17]. Aunque Danto insiste en la necesidad de ver la obra de arte como un concepto cerrado[18], paradójicamente esto solo se puede concebir como la mayor apertura, en la que caben tanto el fresco de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina como 4’33’’ de John Cage. Se trata de esencialismo, sí, pero un esencialismo extremadamente laxo. Esta postura es importante y la trataré más adelante al hablar de la autenticidad.

Intenciones del compositor

Fuertemente ligado a la fidelidad a la obra, como obra de un compositor, está el imperativo intencional[19]. Interesa la amplitud con la que se trata el tema, que va desde la teorización más pretendidamente seria de las intenciones del compositor hasta la ridiculización de su reafirmación para poder hacer música. Randall Dipert clasifica las intenciones del compositor en tres niveles, alto, medio y bajo:

Las intenciones del nivel bajo incluyen algunos factores como los tipos de instrumentos, la digitación, etc.; las intenciones del nivel medio son las que atañen al sonido pretendido (temperamento, timbre, ataque, afinación y vibrato); las intenciones del nivel alto -aquellas que [Dipert] privilegia, aunque no incondicionalmente- están relacionadas con los efectos que el compositor intenta producir en el oyente. Algunas de estas últimas podrían ser propósitos específicos que el compositor tuvo al escribir: entretener, inspirar o mover a la audiencia. A estas, todas las intenciones de menor rango son subordinadas[20].

Resulta dudosa la separación en niveles distintos, entre digitación y ataque, o entre tipo de instrumentos y timbre. Incluso la separación entre los propósitos específicos para una audiencia y los medios para ello, que serían los niveles más bajos, parece necesitar una buena dosis de fe para sostenerse.

Richard Taruskin se muestra escéptico con el conocimiento de las intenciones del compositor, debido a que estas no siempre son expresadas, o cuando se expresan no son del todo claras. Además, surge el problema de la consistencia de estas intenciones, que Taruskin ejemplifica con el caso de Stravinsky, tan conocido por representar la estética orientada alrededor de la figura del compositor: aunque Stravinsky exigía a los músicos obediencia absoluta, en las cinco grabaciones que tiene de la Consagración de la primavera sus intenciones cambian. Taruskin argumenta que, dada esta inconsistencia, los criterios para seleccionar entre estas intenciones son personales o, aunque se intente argumentar para camuflar el sesgo personal, esta elección de las intenciones a obedecer se basaría en una autoridad superior a la del compositor, lo cual invalidaría el mismo propósito de seguirlas[21].

Un texto fundamental –The Intentional Fallacy, de W. Wimsatt y M. Beardsley- que suscita debates ya desde los años 40, pone en duda la misma autoridad del autor, quien, según Wimsatt y Beardsley, se separa de la obra después de su creación. Sus intenciones son suyas igual que pueden pertenecer a cualquier otra persona del mismo entorno cultural[22]. La obra, que tiene una autonomía como la que describía Schumann al decir que habla por sí misma, incluso sin el nombre del compositor[23], refleja tanto al autor como a los receptores, que comparten mundo conceptual. Esto se asemeja a la idea de Barthes de que un texto es el lugar donde se mezclan y chocan significados no originales, una construcción basada en un diccionario prefabricado. Las intenciones del autor no tienen validez sin una función que habilita al lector (u oyente en nuestro caso).[24]

Christopher Small, desde una postura más mordaz, compara, a modo de burla, la búsqueda de las intenciones del compositor con la corrección que un niño de cinco años hace a su padre al equivocarse contándole una historia que le es familiar[25]. Se busca la seguridad en la exactitud de la historia, en la repetibilidad de esas intenciones tan bien conocidas.

Obedecer en distinto grado o no obedecer las intenciones del compositor requiere, al igual que la elección del concepto de obra que manejamos, un posicionamiento personal. Tanto para buscar la fidelidad a la obra como para sistematizar y posteriormente obedecer las intenciones del compositor, pienso, en sintonía con Butt, que faltan explicaciones convincentes en la literatura sobre interpretación, para justificar estos conceptos como imperativos éticos[26] y su imposición como estética predominante.

Fidelidad al texto

Una de las herramientas más utilizadas para identificar las intenciones del compositor y ser fiel a ellas y a la obra es la partitura. La labor actual de edición musical se ha convertido en una auténtica purga de anacronismos, en la necesidad de borrar la huella de las distintas estéticas derivadas del Romanticismo visible en ediciones posteriores a las originales. Urtext es una palabra casi mágica que, aplicada a las ediciones de las obras, pretende garantizar la fidelidad a un original[27], una vez la limpieza se ha hecho. Solo quedaría saber interpretar ese original. Pero no es una tarea tan fácil como pretenden algunos autores, quienes equiparan, en una falacia ya ampliamente demostrada, las intenciones del compositor (y la obra, también) con el texto escrito. «La autenticidad y las intenciones del compositor residen solamente en -y se pueden recuperar solamente desde- el texto impreso»[28] no parece sostenerse más que por el insatisfactorio argumento «porque yo lo digo». Coincido con Stanley Boorman al pensar que hace falta mucha fe para interpretar el texto literalmente y pensar que aquello es la obra[29].

Esta postura desestima una cantidad de evidencias que proporcionan compositores muy cercanos a la estética de notación minuciosa. Taruskin cita algunas grabaciones de Prokofiev tocando sus propias obras pasando por alto detalles escritos de articulación[30]. Enescu, quien era extremadamente minucioso en la notación, hasta tal punto de añadir signos para la graduación del pedal, no parece estar interesado en contar al detalle los cinquillos de semicorcheas del segundo movimiento de su tercera sonata para violín y piano. Se trata de dos músicos excelentes, George Enescu, interpretando la parte de violín, y Dinu Lipatti, pianista y compositor también, tocando la parte de piano, que ya no solo ignoran algunas articulaciones, sino que tocan «más o menos» 20 semicorcheas en cada compás[31]. Está claro que no entendían lo mismo que nosotros, actualmente, por minuciosidad y fidelidad al texto. Es fácilmente comprobable la insuficiencia del texto escrito haciendo el ejercicio de escuchar, con una partitura Urtext en mano, grabaciones de Rachmaninov, Prokofiev, Stravinsky, Mompou, Debussy, Enescu, entre tantos otros. Si esto es así para músicos del siglo XX, lo es mucho más para compositores prerrománticos, donde la notación musical no era ni tan cuidadosa ni tan exhaustiva. La música está infranotada[32], ya que «el texto transmite nada más que la información mínima necesaria para una nueva interpretación. No es la composición en sí»[33].

Pese a estas evidencias mayúsculas, durante el siglo XX se ha desarrollado y perpetuado lo que Taruskin llama fetichismo textual[34]. Las grabaciones más recientes son más textuales que las de los compositores tocando sus propias obras. Es interesante la observación que Taruskin hace de este fenómeno: «como el texto supera en rango a los intérpretes incluso cuando el intérprete es el compositor, el texto supera en rango a los compositores»[35]. Ya no se trata de una sacralidad del texto como la que describe Christopher Small, de reverencia hacia la autoridad del compositor[36], sino que hay una subversión del compositor, de su autoridad, de su obra y de su estética. El texto, medio de transmisión, se ha emancipado y se ha convertido en un fin en sí mismo, que parece justificar nada más que posturas muy personales.

Autenticidad

Los conceptos discutidos hasta aquí son los que en gran medida articulan una actitud que los engloba, la autenticidad. Hay una palabra utilizada repetidamente en la literatura académica ˗y en las clases de música en conservatorios˗ casi como esencia de lo que no hay que hacer: anacronismo. Parece un deber de una gran parte de la investigación y la práctica musical actual evitar los anacronismos, recrear la música con fidelidad a un original, entender la música diacrónicamente, pero tocarla sincrónicamente. No hay utopía mayor. Pienso, como Butt, que lo que el HIP (historically informed performance: interpretación históricamente informada) ha aportado a la música no ha sido autenticidad, sino novedad[37]. Para los oídos actuales, educados con las grabaciones del siglo XX, asistir a un concierto donde la obra, inmovilizada por repetidas grabaciones del mismo texto y los mismos instrumentos, curiosamente se convierte en una novedad al escuchar otros instrumentos y otras notas, en las sendas e históricamente informadas ornamentaciones e improvisaciones. Menos cuando se intenta legislar cierta manera de tocar, en ciertos instrumentos, como es el caso de Bilson, el movimiento de interpretación históricamente informada ofrece flexibilización y frescor al intérprete y al oyente. En este sentido, las recreaciones de una estética musical han recorrido un gran camino hacia ubicar la música en una actividad más que en una obra, en recuperar la diferencia entre obra original y derivativa. Se podría decir que el ánimo del movimiento historicista no ha sido tanto Werktreue como Zeitgeisttreue, fidelidad al espíritu de una época, enriqueciendo un panorama musical impregnado de ciertas estéticas posrománticas.

Surgen, sin embargo, dos preguntas pertinentes al querer medir la autenticidad del movimiento: ¿bajo qué criterio se seleccionan los parámetros que prometen la pretendida autenticidad? y ¿a qué espíritu de qué época hay que ser fiel? Tal como discutí anteriormente, por mucho que se recreen unos parámetros, hay otros que de forma impuesta se ignoran. La música anterior a 1900 se toca con instrumentos de la época (o recreaciones de esos instrumentos) y en una práctica históricamente informada, más cercana a la época, pero se toca, anacrónicamente, en salas de concierto, en giras, con la calidad impuesta por la estética de las grabaciones y la repetibilidad incorporada en el oído (aunque se improvise y se ornamente, el repertorio sigue siendo en gran parte el mismo). Está clara la selección de parámetros y está claro que se hace de manera sesgada. Pero, aunque absurdamente se recrearan todas las condiciones originales que ofrecerían el sonido original (ilustrado acertadamente en Pierre Menard, autor del Quijote, de J. L. Borges, texto al que recurren habitualmente quienes tratan la autenticidad), hay anacronismos inevitables: pertenecemos a otra época y no hay tal cosa como consistencia de la escucha[38] a lo largo de los siglos. Ni el público actual ni los intérpretes pueden desoír lo que han oído en la actualidad, ni hay alguna razón convincente por lo que debieran desear tal alquimia cerebral, para convertirse momentáneamente en público y seres del siglo XVIII. No es posible bañarse dos veces en el mismo río, decía Heráclito. Si dos cosas difieren en cualquier aspecto, simplemente no son idénticas, reza la Ley de Leibniz[39]. Jean Baudrillard habla de la reconstrucción del pasado como «conversión del mismo pasado en un clon, en un doble artificial y su congelación en una exactitud fingida que en realidad nunca le hará justicia»[40].

El paso del tiempo es inevitable y por eso la actitud de emular estéticas pasadas o de restaurar obras de arte ha sido considerada como antihistórica no solo en el ámbito de la musicología[41], sino también en la filosofía del arte. Arthur Danto se muestra muy crítico con la restauración de la Capilla Sixtina llevada a cabo entre 1984 y 1999, argumentando que la limpieza del fresco limpiaba (no solo) metafóricamente siglos de historia[42]. Tocar Bach en el espíritu de Brahms[43], que se refiere a las primeras recuperaciones sistemáticas de música del pasado llevadas a cabo por compositores románticos, es en cierto sentido más histórico que intentar emular el estilo. Adorno no duda en ratificar esta visión de la historia, restringiendo la libertad de los intérpretes, deslegitimando así cualquier actitud reconstruccionista: «Sujeta a una observación más cuidadosa, la música más antigua, sobre todo la música “clásica” alemana […] requiere la misma reproducción estricta que la nueva música, resistiendo a cualquier libertad de improvisación por parte del intérprete»[44]. Esto aseguraría que las interpretaciones pertenecen a una estética, la de Adorno. No queda claro, sin embargo, por qué habría que pertenecer a esa estética y, sobre todo, por qué esa estética es la verdadera, la que mejor expresa la historia, un constructo cada vez más sujeto a críticas. Ciertamente el paso del tiempo no se puede obviar, por eso mismo no necesita prohibiciones que lo aseguren, como las que sentencia Adorno. Tampoco queda claro que la restauración de la Capilla Sixtina haya borrado siglos de historia. De nuevo, parece que cualquier postura necesita una postulación personal, un voto de fe, que autoriza a quien lo lleve a cabo.

Dada la inevitabilidad del anacronismo, la inevitabilidad de pertenecer a una época y tener una estética propia, unas influencias plurales y un marco cultural múltiple, pero a la vez propio, personal, ¿tiene sentido hablar siquiera de anacronismo y convertirlo en un elemento importante en la validación de un acto musical? Esta pregunta se justifica sobre todo en el marco en que los anacronismos, además de inevitables, se sustituyen unos por otros en una interpretación muy selectiva y personal de lo que conforma la autenticidad. El enfoque HIP puede comunicar tanto como un enfoque post-Adorno, aunque comuniquen cosas distintas, y no tiene por qué haber una fantástica escala universal de valores en la que se intenten jerarquizar estas dos maneras de ver la música.

La semiología parece ofrecer una solución más pacífica a estos problemas, dado que estudia la música como fenómeno de comunicación en el que ninguna parte integrante del fenómeno se desestima. El público se convierte en actor principal y la obra pierde su hegemonía en la comunicación musical. Los tres niveles de Jean Molino (poiético, estésico y neutro)[45], aunque no tan fácilmente diferenciables, ponen al público (incluido intérprete) en una postura activa, de interpretación de signos desde su propio sistema, que tiene importancia. La autenticidad ya no se puede tratar como algo intrínseco a una obra o a una interpretación de la obra (si es que son separables) sino como funcionamiento de la comunicación. Allan Moore propone tres niveles en los que se puede articular un nuevo concepto de autenticidad como autenticación de alguien, que remite a los niveles de Molino: la música autentica a 1) los intérpretes (que tienen que recorrer los tres niveles), 2) el público (nivel estésico) y 3) los compositores (nivel poiético)[46]. El significado de las obras cambia durante la historia y las obras se convierten en medios de una significación distinta, pero válida y funcional, actual. El concepto de autenticidad tiene que ampliarse o desaparecer, tal como el concepto de obra fue ampliado por Danto, para contemplar las distintas manifestaciones musicales, propias de la pluralidad actual. Esto ya lo ha hecho Christopher Small, quien llama música, desligada de un concepto de autenticidad, a toda actividad (musicking) de composición, interpretación y escucha[47].  

Intérprete transparente: ¿deber, excusa o imposición?

El intérprete transparente corona el debate en torno a Werktreue, el imperativo intencional, el imperativo Urtext y la autenticidad. Basado en todo lo anterior, se eleva como imperativo moral que deja a los intérpretes en un lugar inferior, obligados a la despersonalización y a la renuncia a la creatividad propia más allá de la obediencia a unas normas específicas. El intérprete transparente surge, como concepto, ligado al conservatorio de Leipzig y a la figura de Mendelssohn, en un intento de recrear la música del pasado sin intervenir[48].

Berlioz, más adelante,

postula una obra musical fija (análoga a una obra pictórica inalterable) que el intérprete meramente ilumina. El intérprete no contribuye con nada salvo el poder por el cual podemos ver la obra. El intérprete permanece transparente, permitiendo que solo la música del compositor se haga evidente. Nótese cómo el papel del intérprete y el estatus de la obra musical son inversamente proporcionales; al tratar de reducir la importancia del intérprete, Berlioz aumenta la autoridad de la obra musical[49].

El intérprete transparente es una creación del Romanticismo, pero transformada vigorosamente por la estética musical posterior. Como ocurre con todos los conceptos utilizados durante mucho tiempo, cambia de significado profundamente. Mendelssohn era parcialmente fiel a la obra tal si se lo juzga desde los estándares actuales de fidelidad. Un ejemplo es la orquesta reforzada y el coro de 400 personas con el que interpretaba la Pasión según san Mateo[50]. Aun así, decían de él que era como un recipiente de cristal (de ahí la analogía con la transparencia), que dejaba ver el contenido sin interferir, sin poner nada de sí mismo[51]. De nuevo, no entendían lo mismo por poner algo de su parte si las 400 personas no contaban como aporte.

La importancia del intérprete se reduce poco a poco en correlación con la separación entre intérprete y compositor. Más especialización en la interpretación lleva a menor conocimiento de la composición y la improvisación y mayor necesidad de perfeccionar la notación para suplir la falta de esos conocimientos. Tal como observa Taruskin, «la historia de la relación compositor/intérprete se representa como un progreso constante en el que una raza superior ha logrado subyugar gradualmente a una población inferior»[52]. Dudosamente se trata de una conspiración contra el intérprete, pero no deja de ser una realidad esta afirmación, en cuanto a la jerarquía que se ha ido imponiendo. Pero ni siquiera esto es tan sencillo. La historia de la música está llena de ejemplos en los que los intérpretes aconsejaban, inspiraban, motivaban a los compositores para la composición de obras nuevas. Mattheson decía que diez buenos compositores no podían crear un buen cantante, pero un buen cantante podía inspirar a diez buenos compositores[53]. Tal es el caso, mucho más tarde, de Ricardo Viñes, también, quien inspiró profundamente a los compositores más representativos del impresionismo francés[54]. Una tesis reciente documenta cómo algunos clarinetistas solistas han intervenido activamente en el proceso creativo de obras, en colaboración con los compositores[55]. Los ejemplos de intérpretes colaborando con -e inspirando a- compositores son muchísimos.

El ideal actual de intérprete transparente es, igual que la literalidad en la lectura del texto, la reverencia hacia las intenciones del compositor, el concepto de obra y Werktreue, una lectura del siglo XX y del siglo XXI de unos conceptos surgidos en el Romanticismo y transformados profundamente. En la literatura musical, el papel del intérprete transparente, despojado de cualquier libertad creativa, no parece tanto una imposición llevada a cabo por los compositores, salvo casos concretos, como los siempre citados Stravinsky y Ravel, sino un reflejo de una estética mucho más actual, creada en conjunto por musicólogos, músicos y profesores. Quizás tenga que ver la distancia con estéticas pasadas, el conocimiento solo parcial de unos códigos, que desplaza la responsabilidad personal hacia autoridades mayores, el texto y el compositor, para salvarse de cualquier error personal: si hay unas reglas claras y obedecemos a ellas, lo estamos haciendo bien. Que la claridad de las reglas sea fruto de la fantasía ya es otra historia que no importa, aunque esté discutida ampliamente por una vasta literatura musical. La opinión de un profesor no es suya, está respaldada por el texto y el compositor. Pero el mismo texto, las mismas intenciones, la misma buena fe, que la hay, de encontrar una verdad estética, pueden ofrecer un conjunto de reglas muy diferente, al igual que la exégesis de los mismos textos sagrados da lugar a distintas religiones. En mi experiencia personal, he tenido profesores excelentes, grandes conocedores de la música y la historia de la música, que me han justificado con el mismo texto visiones muy diferentes y me han intentado borrar huellas personales muy diferentes en la interpretación de la misma obra.

Lo más erróneo, quizás, del concepto de intérprete transparente, es la ignorancia (deliberada) de la estética propia del intérprete, de su inevitable (y para nada indeseable) cualidad filtrante de la música. Es un desplazamiento de la autoridad hacia siempre otro autor. La autoridad de un intérprete transparente es una falacia lingüística, ya que se basaría en la emulación de otro autor ˗por tanto no puede haber autoridad˗, de otro ser humano con más capacidad creativa. Pero la música, como proceso creativo interpretativo, sin un autor de su propia resignificación, absolutamente inevitable, por tanto, necesaria, de la música, quizás pierda algo, aunque aquello no se pueda medir en términos de autenticidad. Adorno habla de una «vieja aporía filosófica de que el sujeto en cuanto portador de racionalidad objetiva resulta inseparable del individuo en su contingencia, cuyas marcas truncan la consecución de tal racionalidad»[56]. Las marcas de cualquier intérprete son inevitables, por lo que querer evitarlas es luchar contra molinos de viento. No parece nada beneficioso para la creatividad y la confianza de un intérprete partir desde la premisa de que sus huellas se tienen que borrar. Por tanto, el intérprete transparente es un concepto nada deseable como imperativo.

Conclusiones

La validez de los conceptos tratados se basa en un acto de fe. Fruto de elecciones y postulaciones personales, cabe la pena preguntar, de nuevo, quién es la autoridad que valida qué postulación es mejor que otra. Personalmente, creo que no hay tal tribunal. Aceptando que la música es una actividad creativa y que la musicología actual ha recorrido un gran camino en ablandar prejuicios, se podría fomentar mucho más en la educación musical la creatividad, la improvisación, la composición y la autoridad personal, utilizando cualquier herramienta disponible. La comunicación entre musicología y enseñanza podría ayudar a este proceso. El modelo tripartito de Molino y Nattiez avalan una estética musical en la que importa más el proceso de interpretación y escucha que el objeto de museo, un proceso comunicativo en el que ninguna parte se desestima. Musicking, el concepto de Christopher Small, viene a decir lo mismo: que la música es una actividad, no una cosa.

Werktreue, imperativo Urtext, imperativo intencional, intérprete transparente, son conceptos que han sido muy cuestionados, tal como he mostrado aquí. Son obsoletos. Pueden ser una buena herramienta para guiar, pero no para legislar. Pueden ser una opción y no una obligación. Su transmisión acrítica como cuerpo dogmático produce intérpretes estériles por falta de confianza en sus propias elecciones, cuando el debate crítico en torno a ellos, en el aula, fomenta la creatividad y la responsabilidad personal.

Bibliografía

Adorno, Theodor. Filosofía de la nueva música. Traducido por Alfredo Brotons Muñoz. Madrid, Akal, 2003.

Barrios, Cristo. Compositores y solistas: una investigación cualitativa sobre la creación y la libertad interpretativa en el repertorio contemporáneo para clarinete. Tesis doctoral inédita. Universidad Complutense de Madrid, 2017.

Baudrillard, Jean. La ilusión vital. Traducido por Alerto Jiménez Rioja. Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.

Bowen, Jose Antonio (1993) «Mendelssohn, Berlioz, and Wagner as Conductors: The Origins of the Ideal of «Fidelity to the Composer»», Performance Practice Review: Vol. 6: No. 1, 1993.

Butt, John. Playing with History. The Historical Approach to Music Performance. Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

Chiantore, Luca. Malditas palabras. Barcelona, Musikeon Books, 2021.

Danto, Arthur C. What Art Is. New Haven, Yale University Press, 2013.

Enescu, George. Tercera sonata para violín y piano. [Grabación sonora]. Consultado el 05/06/2022 en https://www.youtube.com/watch?v=bZquea-w3Mo.

Enescu, George. Tercera sonata para violín y piano. [Música impresa] Paris, Enoch et Cie., 1933.

Goehr, Lydia. «The Central Claim», The Imaginary Museum of Musical Works. An Essay in the Philosophy of Music. Oxford, Clarendon Press, 1992.

Haynes, Bruce. The End of Early Music. A Period Performer’s History of Music. Nueva York, Oxford University Press, 2007.

Kingsbury, Henry. Music, Talent, and Performance. A Conservatory Cultural System. Filadelfia, Temple University Press, 1988.

Korevaar, David y Sampsel, Laurie J. “The Ricardo Viñes Collection at the University of Colorado at Boulder”, Music Library Association. Notes, 61, 2, 2004.

Moore, Allan. “Authenticity as Authentication”, Popular Music, vol. 21/2, 2002.

Reflexiones sobre semiología musical. Coordinado por Susana González Aktories y Gonzalo Camacho Díaz, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2011.

Rethinking Music, editado por Cook, Nicholas y Everist, Mark. Oxford, Oxford University Press, 1999.

Small, Christopher. Musicking. The Meanings of Performing and Listening. Middletown, Connecticut, Wesleyan University Press, 1998.

Taruskin, Richard. Text and Act. Essays on Music and Performance. Nueva York, Oxford University Press, 1995.

Wimsatt Jr., W. C. y Beardsley, M. C. «The Intentional Fallacy», The Sewanee Review, Vol. 54, Nº. 3 (Jul. – Sep. 1946).


[1] Haynes, Bruce. The End of Early Music. A Period Performer’s History of Music. Nueva York, Oxford University Press, 2007, p. 94.

[2] Ibid, p. 35.

[3] Kingsbury, Henry. Music, Talent, and Performance. A Conservatory Cultural System. Filadelfia, Temple University Press, 1988, p. 88.

[4] Goehr, Lydia. «The Central Claim», The Imaginary Museum of Musical Works. An Essay in the Philosophy of Music. Oxford, Clarendon Press, 1992, pp. 89-119.

[5] Goehr, L. The Imaginary Museum… pp. 118 y siguientes.

[6] Butt, John. Playing with History. The Historical Approach to Music Performance. Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. 56-57.

[7] Goehr, L. The Imaginary Museum… pp. 253-254.

[8] Ibid. p. 257.

[9] Butt, J. Playing with History… p. 56.

[10] Ibid. p. 53.

[11] Goehr, L. The Imaginary Museum… p. 245.

[12] Haynes, B. The End of Early Music… p. 78.

[13] Ibid. p. 83.

[14] Ibid. p. 85.

[15] Chiantore, Luca. Malditas palabras. Barcelona, Musikeon Books, 2021, p. 50.

[16] Danto, Arthur C. What Art Is. New Haven, Yale University Press, 2013, p. 35.

[17] Ibid. p. 48.

[18] Ibid. prefacio.

[19] Butt utilza, al menos en una ocasión, este término para referirse a la necesidad de seguir las intenciones del compositor. Butt, J. Playing with History… p. 75.

[20] «low-level intentions include such factors as the type of instruments, fingering etc; middle-level intentions are those concerned with the intended sound (temperament, timbre, attack, pitch, and vibrato); high-level intentions– those which he privileges, though not unconditionally – relate to the effects that the composer intends to produce in the listener. Some of these latter may be specific purposes that a composer had in writing: to entertain, inspire or to move an audience. To these, all lower intentions are subservient». Ibid. p. 76.

[21] Taruskin, Richard. Text and Act. Essays on Music and Performance. Nueva York, Oxford University Press, 1995, pp. 97 -98.

[22] Wimsatt Jr., W. C. y Beardsley, M. C. «The Intentional Fallacy», The Sewanee Review, Vol. 54, Nº. 3 (Jul. – Sep. 1946), p. 470.

[23] Goehr, L. The Imaginary Museum… p. 267.

[24] Butt, J. Playing with History… pp. 80-81.

[25] Small, Christopher. Musicking. The Meanings of Performing and Listening. Middletown, Connecticut, Wesleyan University Press, 1998, p. 193.

[26] Butt, J. Playing with History… p. 55.

[27] Boorman, Stanley. «The Musical text», Rethinking Music, editado por Cook, Nicholas y Everist, Mark. Oxford, Oxford University Press, 1999, p. 403.

[28] «Authenticity and the composer’s intention reside solely in ˗and are recoverable solely

from˗ the printed score». Schuller, Gunther, citado por Haynes, B. The End of Early Music… p. 92.

[29] Boorman, Stanley. «The Musical text», Rethinking Music… p. 404.

[30] Taruskin, R. Text and Act… p. 188.

[31] Enescu, George. Tercera sonata para violín y piano. [Grabación sonora]. Consultado el 05/06/2022 en https://www.youtube.com/watch?v=bZquea-w3Mo; Enescu, George. Tercera sonata para violín y piano. [Música impresa] Paris, Enoch et Cie., 1933.

[32] Haynes, B. The End of Early Music… p. 91.

[33] «the text carries no more than the minimal necessary information for a new performance. It is not the composition itself » [33] Boorman, Stanley. «The Musical text», Rethinking Music… p. 406.

[34] Taruskin, R. Text and Act… p. 187.

[35] «since texts outrank performers even when the performer is the composer, texts outrank composers, too». Ibid. p. 189.

[36] Small, Christopher. Musicking… p. 118.

[37] Butt, J. Playing with History… p. 66.

[38] Ibid. p. 54.

[39] Ibid. p. 61

[40] Baudrillard, Jean. La ilusión vital. Traducido por Alerto Jiménez Rioja. Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 34.

[41] Butt, J. Playing with History… p. 54

[42] Danto, A. «Restoration and Meaning» What Art Is… pp. 53-75.

[43] Goehr, L. The Imaginary Museum… p. 248

[44] «Subjected to more careful observation, older and, above all “classical” German music […] demands the same strict reproduction as does new music, resisting every improvisational freedom

of the interpreter». Adorno, Theodor, citado por Butt, J. Playing with History… p. 99

[45] Nattiez, Jean-Jacques. «Semiología musical: el caso de Debussy», en Reflexiones sobre semiología musical. Coordinado por Susana González Aktories y Gonzalo Camacho Díaz, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2011 pp. 21-22.

[46] Moore, Allan. “Authenticity as Authentication”, Popular Music, vol. 21/2, 2002, p. 220.

[47] Small, Christopher. Musicking… pp. 1-2.

[48] Bowen, Jose Antonio (1993) «Mendelssohn, Berlioz, and Wagner as Conductors: The Origins of the Ideal of «Fidelity to the Composer»», Performance Practice Review: Vol. 6: No. 1, 1993, p. 84.

[49] «[Berlioz] postulates a fixed musical work (analogous to an unalterable painting), which the performer merely illuminates. The performer contributes nothing but the power whereby we may see the work. The performer remains transparent, allowing only the composer’s music to become apparent. Note how the role of the performer and the status of the musical work are inversely proportional; in seeking to reduce the importance of the performer, Berlioz increases the authority of the musical work». Ibid. p. 82.

[50] Ibid. p. 80.

[51] Ibid. p. 78.

[52] «The history of the composer/performer relationship is represented as a steady progress whereby a master race has managed by degrees to subjugate an inferior population». Taruskin, R. Text and Act… p. 13.

[53] Mattheson, Johann, citado por Butt, John. Playing with History… p. 91.

[54] Korevaar, David y Sampsel, Laurie J. “The Ricardo Viñes Collection at the University of Colorado at Boulder”, Music Library Association. Notes, 61, 2, 2004, p. 361. 

[55] Barrios, Cristo. Compositores y solistas: una investigación cualitativa sobre la creación y

la libertad interpretativa en el repertorio contemporáneo para clarinete. Tesis doctoral inédita. Universidad Complutense de Madrid, 2017.

[56] Adorno, Theodor. Filosofía de la nueva música. Traducido por Alfredo Brotons Muñoz. Madrid, Akal, 2003, p. 120.

Posted In ,

Deja un comentario