
Hay pianistas que apuntan en la partitura hasta que leer las notas parece más bien un trabajo inductivo que realmente de lectura. Los hay que tocan con su Henle nueva, que después de estudiar a diario durante meses parece recién comprada, pero de eso que no está ni doblada ni arrugada, con ni un solo dedo apuntado. Yo no sé cómo lo hacen.
A mí me gusta apuntar. Pero ya no solo hablo de digitaciones, reguladores, indicadores de carácter, de intención, etc. ‒ni siquiera apunto tanto de eso‒ sino también cosas muy concretas acerca del movimiento, o imágenes codificadas con mi imaginación (valga la redundancia), que muy posiblemente un extraño lea y no entienda nada.
En mi tabla de escalas, por ejemplo, donde apunto a diario lo que voy estudiando, tengo una columna con 15-20 recordatorios, mi colección personalizada de perogrulladas. Perogrulladas porque me las sé, obvio, yo las apunté de mi propio almacén de información acumulada de años de clases, lectura e investigación. Pero tengo que decir que me ayudan mucho. Ahora mismo (va cambiando, transformándose) tengo apuntado escucha, canta, contacto, un dedo sucede a otro, shaping, 3 nudillos, POF (point of sound), rotación, codos, pulgares, intención en vez de miedo, acción de dedo, release, sé rápido, alquimia, diversifica, etc. Creo que menos alquimia ‒que me recuerda mi capacidad probada de cambiar una sensación de mierda en una buena sensación en vez de estancarme en la amargura de una mala performance y alimentar pensamientos fatalistas acerca de mi propia valía‒, las demás indicaciones más o menos se entiende por dónde van.
¿Por qué me ayudan? Básicamente porque eso es lo que hace un profesor la mayor parte del tiempo, recordar perogrulladas ‒no hablo del profesor de masterclass, que te comparte conocimientos nuevos, sino de aquel profesor habitual que por fuerza tiene que repetir las cosas‒. Recuerdo una infinidad de veces que me “cazaban” mis profesores haciendo algo que se suponía que tenía corregido. “Vaya, lo he vuelto a hacer”, me decía a mí mismo con la frustración de quien comete una y otra vez el mismo error.
Cuando estudio escalas me gusta detener la mirada en cada una de las palabras y en una repetición de la escala centrarme en ese aspecto en concreto, para pasar, en la siguiente repetición, a otra palabra. Otras veces voy pasando con más rapidez de un recordatorio a otro, intentando integrar las distintas cosas en una sensación unificada. Me ayuda muchísimo, sobre todo después de lo que he pasado ‒me he recuperado de una distonía focal–, esta especie de neurofacilitación en la que mi atención se dirige explícitamente a algo muy concreto, para que eso luego funcione de una forma automática mientras pongo la atención en otra cosa. Es como un zapping que compone al final una sensación fuerte, fiable, estable.
Pienso que los músicos muchas veces confiamos demasiado en la permanencia de lo aprendido, cuando en realidad las cosas sí se pueden difuminar, viciar, olvidar. O quizás se puede pensar que algo se está haciendo –obvio, ¡ya está aprendido!– cuando en realidad le vendría muy bien un repaso consciente (grabación, espejo, clase con alguien que sabe más o que simplemente te ve desde fuera) a ese algo concreto.
Sin caer en la obsesión —porque sí es importante confiar en la memoria y, sobre todo, centrarse en la música más que en el movimiento en sí—, me parece muy útil que exista un momento tipo «taller» dedicado a la revisión consciente de los movimientos. Algo similar a lo que ocurre en la película Memento, donde el protagonista, tras perder la memoria a corto plazo y tomar conciencia de ello, empieza a apuntarlo todo en papelitos para construirse un presente continuo, ya que no puede recordarlo de forma natural. No pasa nada por comprobar, en un momento dedicado del estudio, de forma explícita, los movimientos: no hace más que revisar los hábitos motores y modificarlos cuando haga falta, fortalecerlos cuando son buenos o abandonarlos cuando son ineficientes.
Fue una grata sorpresa leer en un libro de Feldenkrais, La dificultad de ver lo obvio, una idea que avala esta manera de sentir, de entrenar el movimiento. Moshé Feldenkrais lo llama diferenciación, es decir la capacidad de hacer lo mismo poniendo la atención más en la manera de conducirte a ti mismo que en qué movimiento concreto haces. Pero Feldenkrais va más allá y asocia un aumento del número de opciones del movimiento a un número de opciones en la vida en general: “Imagina ahora que aprendes a diferenciar y reconfigurar la mayor parte de ti mismo, es decir, la mayor parte de tu actividad. Tu corteza cerebral encargada de la intención perderá todos los patrones compulsivos sin alternativas y te encontrarás actuando de muchas maneras diferentes[1]”.
Curioso, ¿verdad? Pero tiene todo el sentido, ya que somos realmente unos cuerpos que se van moviendo por la vida. Igual que el amor o su opuesto, el miedo, se ven en una cara o en unos patrones posturales o de movimiento, también se ven en la suma de esos patrones de movimiento, que es la vida misma, con sus decisiones, con su desarrollo. Vamos, que la vida es más somática que abstracta, es más una suma de movimientos que una historia personal mental. Cuanta mayor riqueza kinética, menos estancamiento y más opciones.
[1] “Imagine now that you learn to differentiate and repattern most of yourself, that is, most of your activity. Your intentional cortex will lose all the compulsive patterns with no alternatives and you will find yourself actually acting in many different ways” (capítulo On Learning). Traducción personal.
Feldenkrais, M. (2019). The elusive obvious: The convergence of movement, neuroplasticity, and health [ePub]. North Atlantic Books. (Trabajo original publicado en 1981)
Deja un comentario