Grigori Kogan: «A las puertas de la maestría» – los requisitos psicológicos para el éxito pianístico.

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Tuve una idea brillante.

En una de mis divagaciones mentales sobre el piano, su técnica, el cuerpo y la mente que lo tocan se me ocurrió que el pianista también es un instrumento. Pero esto no es la idea, ya que se ha hablado mucho sobre el tema. Mi aporte brillante a esta idea iba a ser que, dado que el pianista es un instrumento también, este instrumento se puede y se debe afinar. De ahí el título de mi blog. Solo que, como suele ocurrir con las ideas brillantes, alguien más las tuvo en algún momento, en algún lugar del mundo. Lo descubrí leyendo un libro que mi profesor me regaló, La porțile măiestriei (A las puertas de la maestría), de Grigori Mihailovich Kogan. Tuve sensaciones encontradas. Por un lado me dio rabia, como si me hubieran robado la idea, pero enseguida me entregué a la otra sensación asociada al descubrimiento de que tus ideas ya se han formulado: la satisfacción, la validación de que estás en sintonía con el mundo y que tus ideas son correctas ‒o por lo menos compartidas por otros‒. Es más satisfactorio todavía cuando alguien como Kogan, maestro de maestros, lo pensó y lo expresó. El pasaje en concreto, traducido del rumano, que es la versión que yo he leído, es el siguiente:

“La determinación exacta y la visión clara del objetivo perseguido: he aquí la primera condición para el éxito del trabajo emprendido, sea cual sea. […] El reflejo del propósito orienta y ‘afina’ de la manera deseada el sistema nervioso y, a través de este, todo el organismo humano; el ‘comportamiento’ de nuestras manos, pies y otras partes del cuerpo se adapta y se armoniza con lo que nos proponemos mentalmente” (Kogan, 1963, p. 27).

Estas palabras constituyen un resumen acertado del contenido del libro. “A las puertas” o “en los umbrales” de la maestría, explica el autor, es el conjunto de requisitos, en este caso, de carácter psicológico, que un pianista ‒o cualquier músico, ya que el libro no centra el debate en torno a aspectos técnicos propios del piano‒ debe cumplir o asimilar para después llegar a la maestría.

Kogan comienza comparando dos enfoques radicalmente opuestos de acercamiento al instrumento. Por un lado, los antiguos abogados de la automatización, como Kalkbrenner, intentaban desviar por completo su atención mientras hacían los ejercicios técnicos, y se dedicaban a aprovechar el tiempo, sobre todo leyendo libros, mientras los dedos aprendían solos. Se trataba literalmente de los dedos, y literalmente de ellos solos, ya que precisamente había un afán por separar la acción del dedo del resto del brazo, que llevó a inventar todo tipo de artilugios como el quiroplasto, el guía-manos, el dactylion, el digitorium y tantos otros. Por otro lado, lo que el autor llamó la escuela anatómico-fisiológica, con Breithaupt como ejemplo, se caracterizaba por poner la atención en todas las sinergias musculares que se dan en la acción de tocar, en los ángulos de las articulaciones, etc. Para Kogan, los primeros tocaban demasiado con los dedos y demasiado poco con la cabeza y los segundos llegaban a liarse en las sensaciones musculares hasta “no saber dónde están las manos y dónde está la cabeza” (Stanislavksy citado por Kogan, 1963, p. 19).

Por la importancia excesiva que le dieron a la fisiología, ignorando que el cerebro no puede atender en tiempo real a actividades descriptivas del fenómeno de tocar ‒como la cuantificación de las fuerzas, de los ángulos, etc,– a la vez que está inmerso en el mismo fenómeno, los pianistas que siguieron los consejos de esta escuela no tuvieron, según Kogan, muy buenos resultados. Kogan los compara con el conocido cuento del ciempiés que, después de preguntarle cómo movía sus pies nunca supo andar de nuevo.

Mi opinión es que la intervención atenta en la gestión del cuerpo es fundamental y discrepo del autor en este punto. Pienso que esta se puede integrar en un proceso estructurado en varias etapas o varias actividades mentales diferentes, incluso en la misma sesión de estudio, en el aprendizaje de cualquier pieza o patrones de técnica (escalas, arpegios, etc.). Pero esto será el objeto de muchas otras entradas que seguirán en este blog.

¿Dónde, entonces, pregunta Kogan, tiene que estar puesta la atención del pianista cuando está estudiando? Una cita de J. Hofmann, entre muchos otros ejemplos que el autor ha seleccionado minuciosamente de otras disciplinas artísticas –todo el libro está impregnado de esta transversalidad‒ contesta acertadamente:

«En nuestra mente aparece una imagen sonora, dice el pianista Hofmann. Esta imagen actúa sobre los centros receptores del cerebro, los estimula de acuerdo con la intensidad que tiene, y esa estimulación se transmite luego a los centros nerviosos motores… Creen en su mente una imagen sonora clara; los dedos tendrán que obedecerle, y lo harán.» (Kogan, 1963, p. 29)

Con esto, se esclarece un poco más el “objetivo” mencionado anteriormente, el que afinaba al pianista. Se trata de una imagen musical. Esta perogrullada necesita matices para convertirse en la más poderosa arma de un músico. Me explico. Con el autor, pregunto: ¿acaso no utilizamos todos imágenes musicales al tocar? Por supuesto que lo hacemos, solo podemos relacionarnos con el mundo a través de un interfaz de representación (el sistema nervioso), por lo que nada puede ocurrir al margen de la imaginación, de la representación de lo que queremos hacer. La diferencia entre un virtuoso y un principiante, sigue Kogan, radica en la fuerza de la imagen, en el nivel de detalle que el pianista es capaz de imprimirle a dicha imagen musical. Uno debe tener una imagen general de la obra y ser capaz de fragmentarla en unidades cada vez más pequeñas hasta lo minúsculo, pero sin perder nunca de vista el todo.

Estas imágenes, si son suficientemente fuertes y estables, ayudan a la automatización de los movimientos. Una imagen enclenque, sin embargo, “sale” cada vez de una forma, es expresada siempre diferente ‒se puede comparar con las variaciones en las versiones de una historia, contada en un interrogatorio, cuando se está mintiendo, frente a los detalles y la estabilidad de una historia que se ha vivido de verdad. En vez de una vía neuronal, se crean 20, más débiles.

Kogan habla de un recelo, de una intransigencia con la que el artista creador defiende su idea creativa, sea esta las palabras exactas que definen a un personaje de novela, los colores exactos de un cuadro o los matices exactos de una frase musical. Si bien esto se puede interpretar como rigidez, no creo que se trate tanto de una idea musical en sí como de la capacidad de crear tan poderosas imágenes. Lo que sí está claro es que si es verdad eso de que el oyente oye lo que el intérprete oye y siente lo que este siente, esa convicción, esa confianza, esa conexión se transmite.

Para la creación de estas imágenes vivas, detalladas hasta la terquedad, el autor recomienda, como Hofmann ‒o como Gieseking, que será objeto de otra entrada en este blog‒, estudiar la obra con la partitura sola, sin el teclado. Esta práctica desarrolla enormemente la imaginación sonora y la memoria. El papel de la memoria es crucial en el desarrollo de la imaginación, ya que esta no es más que una “transformación de la experiencia, un extracto de la vida, migajas de imágenes del mundo real” (Kogan, 1963, p. 43).

Para memorizar bien, sin embargo, hay que ver ‒escuchar– bien en primer lugar. Vuelve a preguntar el autor: ¿acaso no todos vemos, o escuchamos? No. Escuchar es una habilidad que se entrena, que se vive con pasión, una pasión como la de Glinka o Rachmaninov. «Cada sonido, cada nota, se reflejaba en su rostro, en sus ojos y en sus movimientos… y eso se transmitía a los presentes… quienes, al observar a Glinka, se maravillaban de cómo una obra que habían escuchado repetidamente aparecía ante ellos con una forma nueva, completamente desconocida hasta entonces» (A. Orlova, 1954, como se cita en Kogan, 1963, p. 49).

Vemos aquí una, una lucidez, una vigilia, una presencia en la experimentación de la escucha, que de hecho se puede extender a cualquier fenómeno. Recuerdo, como anécdota, algo así como una evaluación de mi “presencia en la experimentación del fenómeno”, en este caso visual: J. S., que fue quien me regaló el libro, me dijo que cerrara los ojos y me hizo una pregunta sencilla: ¿de qué color es el coche que hay a la izquierda? Avergonzado, le contesté que no había visto ningún coche. Esta lección, digna del maestro Miyagi de Karate Kid, me ilustró suficientemente bien lo “dormido” que estaba. Me recordó por un momento los entrenamientos de espías de la CIA que se ven en las películas, o la agudeza sensorial de un Sherlock Holmes, que son capaces de “ver donde los otros no ven” (E. Delacroix, 1919, como se cita en Kogan, 1963, p. 48).

Pienso que se trata de una apertura sin juicio al mundo exterior, frente a un ensimismamiento que cierra las compuertas de los sentidos para lidiar con un demasiado ajetreado mundo interno. A mi novia le maravilla mi capacidad de cerrar por completo mis oídos cuando suena (durante horas a veces) una música que no me interesa y no enterarme ni de la letra, ni del género, ni de una sola melodía. Me declaro culpable, es un campo de trabajo en desarrollo para mí –lo cuento porque más de uno de los músicos clásicos se encontrarán en esta actitud‒ ensanchar mi abanico de géneros que escucho (cuando lo hago ¡descubro que es muy enriquecedor, que me hace vivir mejor la música!) y sobre todo no bloquear todo lo que no sea el sacrosanto himnario barroco-clásico-romántico-sigloxxperoeldemásdelomismodeantes.

¿Por qué es importante, en mi opinión, esto de ensanchar el abanico de géneros? Sobre todo por la parte de no bloquear la experimentación musical. Pienso que abandonar los prejuicios en cuanto al “valor” de la música es prerrequisito para abrir los oídos, orientar las orejas como si fueran antenas hacia los altavoces de un supermercado o un restaurante y absorber con interés, como una esponja, todo lo que suena. Sobra decir que no tiene que gustarte todo. Pero los gustos son una cosa, bloquear toda la música “profana” es otra cosa. Es un gran entrenamiento auditivo dejarse llevar por los sonidos de un rock, una salsa o un pop, ver cómo se construyen las tramas, cómo se combinan los instrumentos, cómo se utiliza el ritmo. Y oye, cuando te dejas llevar por el ritmo y no estás ocupado pensando que Mozart es mejor, ¡hasta tu cuerpo empieza a moverse! Creo que música es música y los “clásicos” nos perdemos mucha experimentación, mucho entrenamiento, mucho desarrollo, mucha vivencia por nuestros prejuicios.

Nos perdemos, volviendo al tema, una gran parte del primer componente de una fórmula que Kogan propone a modo de síntesis: “saber ver para saber memorizar, saber memorizar para saber imaginar, saber imaginar para saber representar” (Kogan, 1963, p. 50). La representación está estrechamente vinculada, obviamente, a la capacidad de imaginar, y de ver de forma detallada. Este es su punto de partida, pero hace falta un entrenamiento minucioso, que iguala en detalle la imagen que se ve (se oye), se memoriza, se imagina y se representa (exterioriza, porque representar también es llevarlo hacia dentro).

Para la exteriorización de la imagen interna, Kogan ofrece el ejemplo de un escultor muy exigente, que para la admisión de nuevos alumnos en su clase les hacía una prueba: dibujar el contorno de un huevo. Ante la más mínima inexactitud, les pedía rehacer el dibujo. Algunos alumnos se pasaban un mes dibujando el mismo huevo. ¿Por qué pasarse un mes dibujando el mismo huevo? Porque es la mejor manera de educar la percepción, detenerse en algo muy sencillo y aprender a observar todos, todos, los detalles posibles. Expandir la atención, aguzar todos los sentidos. Reflexionar sobre el más mínimo rasgo. Escoger opciones, descartar, mejorar, borrarlo todo, rehacer, obsesionarse, tranquilizarse, respirar, hartarse, dejarlo, volver a ello, doble, triple, cuádruple (quien dice 4 dice mil) comprobación etc… Si no pasas por el contorno de un huevo, olvídate, por ejemplo, de llegar a hacer alguna vez en tu vida un retrato hiperrealista de Morgan Freeman ¡con un dedo en un iPad! como lo hace Kyle Lambert (lo puedes ver aquí, es alucinante: https://www.kissfm.es/2018/07/27/retrato-hiperrealista-morgan-freeman/ ). Simplemente no está en tus opciones, no está en tus herramientas, te falta ese punto de partida.

Lo mismo para el piano. Aprender a escuchar en ese nivel de detalle un solo motivo, luego una frase. Comprobar, escuchando, que se ajusta el resultado a la imagen mental. Este trabajo es un cambio cualitativo, de esos permanentes. Es un rito de iniciación. Uno aprende este trabajo con algo muy pequeño, insignificante, y luego tiene las herramientas para convertirlo en una manera de ver y de escuchar la música. “Cuando el estudiante pianista llegue a escuchar en una figuración, un motivo melódico, un acorde o incluso una sola nota tantos matices sutiles como los que el viejo Iorini veía en el contorno de un huevo de gallina, solo entonces ese estudiante tendrá una base sólida para su trabajo futuro y dará el primer paso importante en el camino que conduce a la maestría. A partir de ese momento, este camino se le abrirá” (Kogan, 1963, pp. 51-52).

Hasta aquí la primera parte de esta reflexión, a modo de reseña, dedicada a A las puertas de la maestría de G. Kogan. En la siguiente entrada continúo con lo que queda del libro, poco más de la mitad.


Bibliografía: Kogan, G. M. (1963). La porțile măiestriei (T. Nichitin, Trad.). Editura Muzicală a Uniunii Compozitorilor din R.P.R.

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